martes, 7 de enero de 2014

Los niños del Brasil / Ira Levin

Hoy toca reseña, esta mañana he acabado un libro, así que al tajo. En justicia empecé a leer esto el año pasado, pero lo he terminado ahora y lo cuento como de este año porque sí, porque me da la gana.

Los niños del Brasil
Ira Levin

The Boys of Brazil. 367 páginas, 1976, edición del 2011, Traducido por Marta I. Guastavino. Zeta.

¿Por qué empecé a leerlo?
La zona de saldos de libros en los supermercados me atrae con fuerza irresistible. Y costaba tres euros. Es verdad que soy mucho más selectiva desde que ya no tengo un duro, pero es uno de esos libros que conoces por el título de toda la vida e incluso puedes decir más o menos de qué va, aunque jamás lo hayas leido. Así que no pude resistirme. No le he quitado la etiqueta del precio. El día de mañana, cuando los libros de bolsillo cuesten veinte euros y nos parezcan baratos y todo, mis retoños verán esa etiqueta y fliparán en colorines, como yo cuando veo que el precio de editor del Camelot de TH White de mi padre eran 60 pesetas. Un tocho de 800 páginas. En una palabra, jarl.

¿De qué va?
El los años setenta el doctor Mengele se reúne en Brasil con varios antiguos militares nazis para organizar una serie de asesinatos programados en fechas concretas que según dice son esenciales para conseguir la supremacía de la raza aria. Un joven judío norteamericano que ha viajado hasta allí por su cuenta y riesgo con la intención de "cazar"antiguos nazis consigue grabar su conversación por pura casualidad. No entiende qué está pasando, pero esa misma noche pone sobre aviso por teléfono a su ídolo, Yakov Liebermann, superviviente de un campo de concentración que mantiene en Viena un centro de documentación sobre ciminales de guerra nazis y que en el pasado contribuyó a encontrar y juzgar a personajes como Eichmann o Stangl. La comunicación se corta antes de que pueda ponerle la grabación. A partir de ese momento Liebermann solo cuenta con unas migajas de información que no acaba de entender para frustrar un plan que lleva décadas en marcha.

Opinión:
Antes de entrar en detalles sobre la novela propiamente dicha tengo que hacer un comentario: el personaje de Yakov Liebermann es practicamente Simon Wiesenthal, cambiando algunos datos de su biografía y seguramente de su personalidad, pero respetando los suficientes como para que sea perfectamente reconocible, principalmente porque a Eichman lo encontró Wiesenthal, que también pasó años detrás de Mengele sin poder llegar nunca a atraparlo. A mi personalmente esto de usar en una novela de ficción personajes reales que todavía están vivos y pueden leerte y opinar me parece muy arriesgado, pero supongo que a Ira Levin le funcionó y que Wiesenthal no se sintió para nada ofendido, porque cuando se llevó la novela al cine Laurece Olivier fue a visitarle para pedirle consejo sobre como prepararse el papel y él le recibió encantado. Aunque no me extraña, la descripción que da de Liebermann en el libro es la de un tipo inteligente, amable, íntegro y heroico. Cualquiera que tenga dos dedos de frente se sentiría halagado.

Volviendo a la novela debo decir que me costó días pasar del primer capítulo. Es básicamente lo que he contado como sinopsis, y el principio, la cena de Mengele y los nazis en un restaurante japonés, se me hizo muy cuesta arriba. Solo son treinta páginas, pero me parecieron más largas que las otras trescientas treinta. Luego a mitad de capítulo acaba la cena, aparece el chico americano y empieza a animarse la cosa. Y menos mal. Es un best seller de manual, bien documentado, con intriga y sorpresas. O debería serlo, aunque hoy en día todos sabemos de qué va. Diré que Liebermann es un bueno muy bueno y Mengele un malo muy malo y que por eso es un libro de entretenimiento más que de otra cosa, pero que me ha gustado porque tampoco me esperaba más, y ahora voy a empezar con los spoilers, así que si alguien todavía no sabe de qué va realmente los niños del Brasil y le preocupa que se lo cuente, por favor, que no siga leyendo.


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Vale, al grano: 94 clones de Adolf Hitler. La pretensión de Mengele de crear un nuevo reich por el explícito método de repartir por el mundo 96 niños con los mismos genes del fülher en familias similares a la suya (padres arios de clase media, él funcionario, viente años más viejo que ella y que se muera a una edad concreta) me parece como mínimo inocente. Hizo falta mucho para convertir a Hitler en Hitler. Al principio el tipo sólo quería ser pintor (todos los clonecitos tienen pretensiones artísticas en la novela), pero era demasiado mediocre para triunfar. Casi se muere de hambre en la Alemania de postguerra. Eso debió amargarle mucho. Si hubiera podido vivir de sus cuadros, aunque fuera modestamente, lo más probable es que jamás se hubiera metido en política y otro cualquiera hubiese tomado su lugar. Hitler habría sido un amargado profesor de dibujo en un instituto, por ejemplo, y no un jefe de estado. Pero la vida le empujó a descubrir que su talento, el que le granjearía la adoración de millones de personas, no era la pintura sino la oratoria. Una oratoria de la frustración y la amargura del que es pobre y cree que merece más de lo que tiene sin que haya ninguna razón concreta para ello. Esto caló en las capas más bajas de la sociedad en una Alemania muy tocada después de la Primera Guerra Mundial y que llevaba ya mucho tiempo incubando el antisemitismo y la eugenesia. Que eran ideas muy extendidas en aquella época en casi todos los países, por otro lado. En la misma novela lo dice: el momento adecuado, la persona adecuada, y gente adecuada que le siga. Sin esas tres cosas no se puede conseguir nada. El Mengele de la novela cree que por estadística alguno de los experimentos puede funcionar, y siendo como es la estadística siempre es posible, pero yo lo dudo, y el personaje de Liebermann parece estar de acuerdo conmigo cuando decide no hacer nada contra esos niños. El final de la novela sin embargo es un final abierto, un poco efectista. El niño quiere adoración de las masas. "Como en las viejas películas de Hitler." Un recurso barato, pero supongo que se le tiene que perdonar. A Ira Levin siempre se le gustó poner los pelos de punta.

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